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miércoles, 16 de febrero de 2011

La encrucijada egipcia

Por: Andrés Hoyos

LO DE EGIPTO ESTÁ PASANDO DE LA claridad al misterio o, por lo menos, a la incertidumbre. Hay forcejeos, puede haber más muertos y no dejarán de darse peligrosos coletazos en los próximos meses. Conviene por ello echar un vistazo más amplio al destino de las revoluciones democráticas en el pasado, para comparar.

Las revoluciones exitosas proyectan todavía un aura muy poderosa, y la potencia del fenómeno se intensifica y se renueva cuando sucede algo como lo que vimos en Egipto en las últimas tres semanas. Se puede tener incluso la certeza de que esta revolución va a transformar el estado de ánimo de las grandes masas en el Medio Oriente y, ahora que el internet multiplicó los puntos de contacto y su intensidad, el efecto podría ser global. No por otra razón andan nerviosos en China, en Irán y en otros países que tienen rabo de paja autoritario e impiden la difusión de las tremendas imágenes que salían de El Cairo.

En materia de revoluciones hay un antes y un después de Lenin. Este ruso brillante y gélido inventó una de las estrategias políticas más astutas y macabras del siglo XX, a saber, el procedimiento claramente diseñado para raptar una revolución democrática y convertirla en otra cosa, en su caso, en una dictadura del proletariado. Los casos posteriores de revoluciones democráticas traicionadas por los discípulos de Lenin abundan: Mao en China, Castro en Cuba, los sandinistas en Nicaragua, hasta Jomeini en Irán, todas estas revoluciones fueron raptadas por caudillos organizados o por líderes religiosos y desembocaron en formas muy variadas de despotismo. El subsector de las revoluciones anticoloniales no fue ajeno al rapto: Mugabe convirtió la liberación de Rodesia en una cloaca llamada Zimbabue, Obote e Idi Amin enloquecieron a Uganda, Sukarno y Suharto tiranizaron y saquearon a Indonesia, y así.

Sin embargo, otras revoluciones democráticas terminaron mejor: la de los claveles en Portugal, la de Mandela y el Congreso Nacional Africano contra el apartheid en Suráfrica, y sobre todo las distintas versiones de la revolución de terciopelo que surgieron tras la caída del Muro de Berlín en 1989. No digo que todo sea Jauja en esos países desde entonces, pero sí que en ellos operó un cambio perdurable hacia una mayor democracia.

Hay varios signos que nos permiten ser moderadamente optimistas sobre la Revolución Egipcia: no hay allí un líder carismático o religioso con una agenda “leninista” oculta que esté al mando de un partido disciplinado, como lo eran proverbialmente el bolchevique, el maoísmo, el castrismo, el sandinismo o los ayatolas iraníes. Los protagonistas del alzamiento contra Mubarak son ante todo jóvenes educados y conectados, creyentes, sí, pero no fanáticos. No me parece probable que luego de valerse de las tecnologías contemporáneas para tumbar al dictador, las cuales llevan implícito un elemento libertario, se plieguen con facilidad a un régimen fundamentalista que casi con seguridad querría en adelante negar la vigencia del mundo contemporáneo. Además, los egipcios siguen conectados y siguen bajo el escrutinio intenso e interesado del resto del mundo. Todo esto a lo mejor significa que las uvas están verdes para la evolución despótica de la revolución egipcia, pero no que ésta sea imposible.

La moraleja, de todos modos, es clara: Revolución que se duerme se la lleva un nuevo dictador.

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